jueves, 26 de julio de 2012

El escudo de San Sebastián

¿Desde cuando tiene San Sebastián su actual escudo? Ignórase la fecha en que se autorizó su uso que, como dice el doctor Camino "representa con energía y propiedad del arte de blasón sus hazañas por mar en servicio de los soberanos de Navarra y Castilla". Es posible que naciera en la época medieval y se puede creer, según el citado autor, "tendría principio este noble escudo de armas desde que se introdujeron las significaciones geroglíficas de nobleza y acciones ilustres, cuya primera regla, a lo menos, según las reglas del sistema actual heráldico, es bastante incierta".

Entre los documentos que se quemaron en el Ayuntamiento donostiarra en 1813 había una certificación del reinado de Carlos II referente al escudo y existiendo otro original en el Real Archivo se pidió una copia del documento que en hojas de brístol con orlas al cromo, pintado y encuadernado, se conserva en nuestro Ayuntamiento. Esta copia costó 250 pesetas. Firma la certificación, con fecha 29 de agosto de 1894, don José de Rújula del Escorial, Martin Crespo y Pessac, Rey de Armas de Alfonso XIII y hace referencia a que en el folio 619 del tomo segundo de minutas de certificaciones de escudos de armas hay una que dice :

"Yo, Juan de Mendoza, cronista y Rey de Armas del Rey Don Carlos, Nuestro Señor, Segundo de este nombre : Certifico y hago entera fe  y crédito a todos los que la presente vieren cómo por los libros de Armerías, Historia, nobiliarios y copias de linajes que están en mi poder y Blasonan de los Reinos, Provincias, Ciudades, Villas, Solares y casas nobles destos Reinos de España y otros de la Europa, parece que observa y pertenecen con Armas de la Ciudad de San Sebastián de la Provincia de Guipúzcoa, un escudo, el campo azul y en él un navío con su Belamen de plata, puesto sobre ondas de agua azul y plata, y en la parte alta superior de este escudo, dos SS y letras de plata. Todo circundado con esta letra: "Por fidelidad, nobleza y lealtad ganadas". Con coronel que comúnmente llaman Corona, sobre el Escudo : todo lo cual es bien expreso jeroglífico del valor con que los ilustres hijos desta ciudad, penetraron en los Mares, se dilataron a Apartadas Regiones y a remotos climas, lograron y consiguieron memorables victorias y señalados progresos marítimos de que tiene tan copiosa materia esta Ciudad, que bastava a constituir estimable qualquiera ilustre República, y se prescinde de la especificación de los numerosos y relevantes motivos de que su escudo de Armas hace representación, no tanto por tener afianzadas bien estas memorias las historias naturales y extranjeras, quanto por no ser el Instituto desta Certificación más de informar el escudo de Armas desta Ciudad, el cual está organizado según y como va copiado, e iluminado en el que está el prinzipio desta certificación, y para que conste ser las Referidas Armas las que tocan y pertenecen a la referida Ciudad de San Sebastián, de la Provincia de Guipúzcoa, y de que puede usar en sus cassas, edifizios, patronatos y todos los demás lugares, sitios y partes de su jurisdicción y en todos los actos y fines públicos honoríficos que le convenga y necesario sea, dí la presente certificación, firmada con mi nombre y sellada con el sello de mis armas, en Madrid a 24 de mayo de 1682".

Uno de los sellos más antiguos que se conservan del Concejo de San Sebastián es el que se puede ver en el Archivo del Ayuntamiento de Pamplona en un documento de siglo XIV. Se trata de una escritura del "Conceio de la villa de San Sebastián" en la que esta Corporación da fe de haber recibido de manos del regidor que envió la ciudad de Pamplona el privilegio que a los mercaderes de Navarra concedió el rey Don Pedro de Castilla otorgándoles determinadas franquicias y lleva la fecha de 10 de enero de la era 1390 (año 1352). Lo otorgan los jurados del Conceio de San Sebastián "Seyendo ayuntados en el Coro de la iglesia de Santa María de dicha villa".

Juan Iturralde que estudió el sello y el documento hace ahora un siglo, dice que al ser Navarra un reino independiente no tenía allí jurisdicción ni poder el rey don Pedro, por lo que  probablemente el monarca quería favorecer el comercio entre los mercaderes navarros y nuestra ciudad, ya que San Sebastián, igual que toda Guipúzcoa desde hacía muchos años formaba parte del Reino de Castilla.

El sello en cuestión es de cera incolora, traslúcida y debido al paso del tiempo está un poco amarillento. El balduque, la cinta que le une al pergamino, es roja. De este documento cuelga también otro sello más pequeño que era el de Domingo de la Maison, oficial.

En el anverso figura una nave con la proa y la popa levantadas, similar a las que pueden verse en códices miniados de la época. Se distingue perfectamente el palo mayor, las vergas escalas, cuerdas, cogida una de estas por el timonel que tiene un remo que seguramente hace las veces de timón. Del bauprés pende un ancla. En la popa hay un castillete con saeteras y almenas y en la parte superior del mismo una banderola en un asta pequeña. Cuatro hombres aparecen en el dibujo, dos en cubierta y dos en una vela y su exergo en el borde del anverso escrito en magnífica letra gótica dice lo siguiente : "Sigillum : Concilli : De : Santo : Sebastiano".

En el reverso del sello figura un castillo que Juan Iturralde estima debe ser reproducción del de la Mota ya que es diferente a los que entonces aparecían en los blasones y monedas. El castillo fortaleza tiene una puerta de arco de medio punto con matacanes, los muros con almenas, dos torreones cilíndricos y la torre central cuadrada, también con almenas. El exergo del reverso también en letra gótica dice : "Intravit : Dominus : Ihesus : in : Castellum".

El otro pequeño sello, el de Domingo de la Maison, representa a un hombre que lleva un gorro o montera en la cabeza, destacando su figura sobre un rosetón similar a los que aparecen en algunas vidrieras catedralicias. La leyenda que rodea  al sello dice : "Sigillum officialat ... e San Sebastián" .

El comercio y el mar han sido durante siglos la dedicación laboral de los donostiarras. La situación geográfica de nuestra ciudad con su puerto y la proximidad a la frontera privilegiaban las relaciones mercantiles de nuestros mayores y cuando el comercio de la lana y la famosa mesta privaban en nuestras relaciones mercantiles, por aquí pasaban o aquí embarcaban parte de los envíos que desde el famoso mercado de Medina del Campo se dirigían a Flandes. No olvidemos que entonces nuestras ovejas merinas tenían fama en toa Europa de dar la mejor lana.

Y junto a este tráfico mercantil por tierra y por mar, parte de nuestros hombres se dedicaban a la pesca. La ballena y algo menos el bacalao dan origen a muchos documentos de la época en los más diversos aspectos de este trabajo de nuestros arrantzales.

Por eso no tiene nada de particular que nuestro Concejo municipal llevase en su sello un barco como símbolo de una parte importante de nuestra vida de trabajo.Y un castillo por ser San Sebastián plaza fuerte. Si hace un momento me refería al sello de nuestro Concejo que se conserva en Pamplona y pertenece al siglo XIV, posterior solamente en unos años a otro que existe en la Biblioteca Nacional de París que da fe de la autenticidad de un documento del año 1297, hay más sellos de épocas más próximas a nuestro tiempo. Los anteriores, tanto el de Pamplona como el de París son muy similares a los que usaban las ciudades marítimas, como los de Santander, Fuenterrabia, Southampton o Dover y desaparecieron con el tiempo siendo sustituidos por otros que no eran colgantes sino de placa. Si examinamos estos posteriores veremos que tienen algunas diferencias con los que les precedieron. Así la nave que en los primitivos no tenía más que un palo, en estos tiene tres y no aparece en el sello ningún marinero ni en la cubierta ni en la verga y no hay fortaleza o castillo ni inscripciones en latín con los cuidados caracteres góticos. Hay dos eses, mayúsculas, iniciales del nombre de nuestro pueblo y en el exergo puede leerse "Por fidelidad, nobleza y lealtad ganadas". La nave de este nuevo sello es parecida a la de los anteriores y tendrán que pasar bastantes años hasta que aparezca una fragata con todas las velas al viento, como las del escudo de la ciudad. Pero ya estamos en el siglo XVIII.

La fragata aparece sobre el agua en plena navegación, con viento de popa, con las velas de los tres palos desplegadas. Así como en los sellos primitivos la nave no daba sensación de movimiento, en estos dijérase que la fragata avanza sobre las olas del mar. En cada uno de los tres palos se ve una bandera blanca con las aspas de la cruz de San Andrés, la famosa cruz de Borgoña que llevaban los tercios españoles del XVI, y en la vela de la gavia mayor aparecen las dos eses mayúsculas.

Joseph Gervais, un francés afincado en San Sebastián que sus ratos de ocio los dedicaba al ciclismo y al que tanto debe este deporte en nuestra ciudad,  a fin de cumplimentar un encargo recibido para grabar el Escudo de Armas de nuestro pueblo pidió al alcalde marqués de Rocaverde en diciembre de 1907 autorización para que se le permitiera estudiar el sello de San Sebastián conservado en el museo municipal así como la documentación que hubiera al respecto. Autorizado, comenzó su investigación y unos días después se dirigió nuevamente al Ayuntamiento preguntando el motivo de la modificación introducida en 1895 que según las reglas heráldicas tenía su importancia.

Se estudiaron los documentos existentes, entre otros la Certificación Real expedida en Madrid el 24 de mayo de 1682, el Real Diploma de 15 de junio de 1699 y la Certificación de de 29 de Agosto de 1894 expedida por el Rey de Armas y Cronista de S.M.C. don José Rújula del Escorial, que he copiado antes, examinándose los sellos concejiles en especial uno anterior a 1813. A Gervais le había extrañado que la nao que aparece en el sello figuraba navegando hacia oriente, mientras que en los sellos y documentos municipales anteriores a 1895 aparecía con la proa hacia occidente. El coronel del escudo antiguo reemplazado por una corona Ducal se debía a que la etiqueta es diferente entre ciudades, villas y lugares.

En el escudo más antiguo que se conserva, el del archivo municipal de Pamplona al que me refería en unos párrafos anteriores, y que se halla unido a un pergamino, es de 1352 y en el anverso se ve una nave de la época con su palo mayor, vergas, escalas y cuerdas y plegadas las velas con una inscripción en latín que dice : "Sigillum conciliu de Santo Sebastiano". En el reverso hay un castillo con esta leyenda : "Intravit Dominus Ihesus in Castelum". Este sello es circular y el navío tiene la popa a la izquierda del que mira.

En el año 1884 el Ayuntamiento donostiarra dio a la Diputación un modelo para que sirviera de decoración en la vidriera del Palacio Provincial y era diferente al modelo del siglo XIV, pues no era circular y la nave ocupa una posición inversa con las velas desplegadas, tiene corona, las letras "S.S." en la parte superior de la nave y la leyenda en castellano dice : "Ganadas por fidelidad, nobleza y lealtad".

El 24 de mayo de 1682 un Rey de Armas dio una certificación sobre este escudo y lo cita el Doctor Camino, según el cual el escudo consiste en una nao o fragata de plata con ondas de mar también plateadas sobre campo azul con su coronel y orlas de oro  matizado encima y la circunferencia por  el rededor de una inscripción que dice : "Por fidelidad, nobleza y lealtad ganadas" y en medio las letras "S.S.". En esta certificación no se dice si van o no plegadas las velas ni la posición del barco. Como esta certificación se ha perdido, la referencia fidedigna es la de Camino.

Hay un escudo del año 1714 en el que la nao navega con las velas desplegadas en dirección opuesta al de 1352 y para embrollar más el tema hay otro sello de 1723 en el que la nave lleva el mismo rumbo que la del escudo primitivo.

¿Qué razones existieron para cambiar el escudo siendo diferente al primitivo el que describe el Rey de Armas en 1682? No se han puesto de acuerdo en esto hombres tan maestros en heráldica e historia como Pedro M. Soraluce, Juan Carlos Guerra, el marqués de Laurencín y la cuestión es un enigma.

Fue José Berruezo quien me dio todos estos datos que he copiado aquí, sin añadir nada por mi parte. El me dijo que no perdiera el tiempo intentando descubrir lo que investigadores de altura no pudieron. Y no volví sobre el tema.

JUAN MARÍA PEÑA IBÁÑEZ.























La Concha, la playa y el paseo

Las playas, explicaciones geológicas aparte, se forman en nuestras costas por los movimientos de las mareas y, generalmente, en las proximidades de las desembocaduras de los ríos. Hasta mediados del siglo pasado (s.XIX) eran unas playas solitarias, pues la moda de los baños de mar y la costumbre de las vacaciones estivales no existía. Hollaban su arena la planta de algunos chicos revoltosos, de algún paseante solitario y, de tarde en tarde, de algún artista que quería aprisionar en un lienzo el cuadro incomparable del mar, de los acantilados, de la ola llegando a la arena, del pequeño puerto de pescadores, de la casería que se asomaba a la costa desafiando a la galerna.

Antes que los bañistas, y evidentemente mucho antes que las masas de turistas que comenzaron a invadirlas ya en pleno siglo XX, fueron pintores y poetas los que a ellas se acercaron. Así, más o menos, ha sucedido en las playas atlánticas.

Cuenta Ricardo de Izaguirre en un trabajo que publicó hace muchos años, que el descubrimiento de Trouville lo hicieron en 1825 los artistas Isabey y Ch. Mozin que con sus lápices, sus pinceles y sus álbumes pintaron aquel bello y bucólico lugar. En 1834 llega un mulato en una embarcación y un marinero le lleva montado en sus espaldas hasta la arena. Ya en tierra firme el excursionista se calza las botas que llevaba en la mano durante el desembarco y se dirige a la aldea poblada por doscientos pescadores. Pregunta por un mesón y le indican el único que había, donde se aloja pagando por la pensión completa dos francos y medio al día. El asombro del viajero es grande cuando a la hora de yantar le sirve una lozana mesonera lo siguiente : potaje, ensalada de quisquillas, costilla de ternera, lenguado a la marinera, langosta con salsa mayonesa, becacinas asadas, fruta y sidra en abundancia. El viajero, hombre de gustos refinados en la mesa, recordó toda la vida aquel almuerzo. El viajero se llamaba Alejandro Dumas, padre.

Tras los que podríamos llamar los "descubridores", vinieron los bañistas, la expansión del pueblo, los hoteles, los casinos......

En San Sebastián la playa estaba prácticamente olvidada por los donostiarras. Venían de tarde en tarde algunos viajeros y se bañaban y hay que registrar entre los primeros a los infantes don Francisco de Paula y su esposa doña Luisa Carlota de Nápoles y sus seis hijos que en 1830 permanecieron doce días, volviendo tres años más tarde para estar un mes largo, alojándose en el Parador Real y bañándose todas las mañanas en Ondarreta. Fue en 1845 cuando los médicos que trataban una afección de la piel de Isabel II, entonces una moceta de 15 años, la recomiendan los baños de mar. Elige nuestra ciudad y el Ayuntamiento la obsequia con una caseta de planta cuadrangular que tenía un gracioso balconcillo, todo ello diseñado por el arquitecto municipal. Se inicia con los bañistas la lenta transformación de la playa. Unos años después, en 1887, doña María Cristina, Reina Regente, aconsejada por el duque de Bailén y don Antonio Alonso Martinez, elige nuestro pueblo para Corte veraniega de España. El resto es historia sabida. Basta contemplar algunos grabados y algunas viejas fotografías de la época para juzgar la gran mutación de la playa de la Concha.

Maurice Level decía que si el mundo nació en siete días, las playas nacieron en siete épocas: un pintor, tres pintores, diez pintores, un literato, cinco periodistas, un especulador, la muchedumbre ..........

Cuando escribo estas líneas un mundo variopinto puebla nuestras playas, se zambulle en el agua y se tuesta para estar a la moda. Dijérase que están haciendo realidad el verso de Pablo Neruda : "Mirar las nubes; tomar el sol; oler la sal". Si no hubiera tenido San Sebastián ese regalo de Dios que es la Concha y sus playas, la ciudad hubiera sido otra pues al no disponer de la gran atracción que éstas suponen no hubiésemos sido Corte veraniega de España ni habría sido elegido nuestro pueblo para residencia estival de tanta gente y lugar de ocio para esa masa de turistas que todos los años, desde hace más de un siglo, nos visita. El carácter cosmopolita de San Sebastián se debe a su situación geográfica y a sus playas. Lo demás, el Casino, la Semana Grande, el Circuito, el Hipódromo, las fiestas .... son aditamentos. Por eso debemos cuidar las playas como a las niñas de nuestros ojos y is es preciso, sembrar rosas en las arenas doradas Que ningún Ayuntamiento mire como negocio  la explotación de la playa, pues sería un craso error. Si se pierde dinero en el mantenimiento de los servicios, no importa. Es dinero rentable.

Estoy acodado en la barandilla contemplando la bahía en esta mañana de verano. Está la Concha llena de sol y de bañistas, abundan las velas de los balandros, las ligeras piraguas y las tablas de surf. Igual que yo habrán estado admirando el paisaje miles y miles de donostiarras que me precedieron en la vida, miles y miles de veraneantes que aquí han venido a consumir sus ocios durante tantos estíos. Y al perder la mirada en este pequeño lugar encerrado entre la isla y la costa y los montes de Igueldo y Urgull, muchos habrán pensado en los hechos y acontecimientos que en estas aguas y junto a ellas han acaecido a lo largo de los años.

Por estos rumbos marinos que parten y mueren en la bahía bogaban los marineros donostiarras en busca de la ballena y a estas tranquilas aguas llegó una de ellas que el 30 de enero de 1898 anduvo por Ondarreta. Los navíos de la Compañía Guipuzcoana de Caracas nos traían hasta aquí los productos coloniales antillanos contribuyendo con su comercio a la prosperidad de San Sebastián. Estas aguas fueron testigo del valor de Mari, el prototipo del mariñel vascongado que en enero de 1866 pereció al pretender salvar a la tripulación de una lancha que zozobró debido al temporal.

Los Mamelenas, de la Casa Mercader, eran barcos familiares a los donostiarras que los conocían y sabían los puertos en los que entraban. Uno de ellos terminó su vida en las arenas de la playa donde encalló empujado por el temporal. Y familiares eran, años después, el "Ruda", el "Hernani", el "Virgen del Carmen", cargueros que hacían el cabotaje por el Cantábrico.

Un día del Carmen en el año 1894(16.07) entraba en la bahía el "Nautilus" después de haber dado la vuelta al mundo en veinte meses de navegación y haber recorrido 39.000 millas . A principios de siglo estuvo el yate "Principe Alice II", a bordo del cual viajaba el príncipe Honorato Carlos de Mónaco realizando sus investigaciones ocea nográficas, y en la década de los veinte ancló en la bahía la fragata "Sarmiento", buque escuela de la Marina argentina de cuya salida, un mediodía de febrero, conservo memoria, bella la estampa del navío, con el trapo desplegado y todos los guardiamarinas y tripulación en los palos mientras los cañones disparaban las salvas de ordenanza y la gente que llenaba Urgull aplaudía.

En la Concha se han celebrado fiestas náuticas memorables, como aquel simulacro de combate naval que tuvo lugar en junio de 1828 en honor de los reyes Fernando VII y Amalia, o la pesca con gran red en agosto de 1845 en honor de Isabel II, o la fiesta de septiembre de 1922 con motivo del centenario de Elcano. En la arena hizo castillos Alfonso XIII cuando era rey-niño y en sus aguas se bañaron príncipes e infantes y han bogado los hombres de la costa en las regatas de traineras, esos remeros olímpicos que José María Salaverría cantó.

La fama de San Sebastián hace tiempo que traspasó las fronteras y llegó más allá de los mares. En buena parte descansa sobre la belleza de su Concha incomparable y también sobre la ciudad que la rodeaba en la que el sentimiento urbano había alcanzado las más altas cotas. Donde los servicios públicos funcionaban a la perfección y todos sus habitantes rendían tributo a la limpieza de las calles, cuidaban de que los jardines no fueran estropeados y resultara grato pasear por las avenidas y calles, por los alrededores del río o de la bahía.

Pero era ésta, la Concha, el mar que llegaba hasta las arenas, lo que encendía los mayores elogios. "En el principio fueron el silencio y el mar", enseñaba en la vieja Grecia, Tales de Mileto. Ese mar que aquí no estaba en las horas diurnas rodeado de silencio sino de bullicio, de animación, de exultante vida.

Esta Concha fue la que en 1913 inspiró a un anónimo reportero del periódico londinense "Daily Mail" estas líneas que reproduzco :

"Así como "Las Plancheas" representan a Trouville y "La Grande Plage" a Biarritz, así representa "La Cocha" a San Sebastián. Es la más preciosa de todas las playas y una de las principales atracciones de la Ciudad. En realidad tiene la forma casi exacta de una válvula de ostra de gigantescas proporciones. La entrada, relativamente estrecha, está guardada a cada lado por pintorescos montes, cubiertos de espeso arbolado y siguiendo la línea de las doradas arenas se extienden casas y hoteles de puro color blanco.

San Sebastián, lo mismo que Biarritz, es la patria del tamarindo. Estos decorativos árboles se extienden a lo largo de toda la curva y producen el efecto más delicioso cuando el cielo toma el color azul del zafiro y el sol parece una bola de fuego.

En San Sebastián parece todo extraordinariamente limpio y fresco. ¡Son tan blancas las casas, tan verdes los tamarindos, tan dorada la arena de la playa! .... 

Es una ciudad exótica y especialmente deliciosa para los que quieren disfrutar de nuevas sensaciones, porque si bien es una ciudad fronteriza, San Sebastián es casi exageradamente española. Es tan diferente de Biarritz en espíritu cuanto puede serlo una playa de otra a pesar de que están casi a un tiro de piedra de distancia, distinta por fuera y mucho más distinta por dentro".


Tras esta digresión hecha de la mano del periodista inglés, volvamos a las doradas arenas de la Concha y fijémonos un poco en las casetas. En un curioso libro escrito a finales del pasado siglo y titulado "Manual de San Sebastián" dice su autor que fue hacia 1875 cuando se colocaron en la playa las primeras casetas (aparte de la que se hizo para uso de la reina Isabel II en 1845) y el anónimo escritor se atribuye a él y a su amigo Gabriel Laffitte la idea de hacer una que fue la primera que hubo exceptuando la real. "Componíase de una plataforma cuadrilonga con pequeñas ruedas, armazón de listones y cerrada de lienzo blanco. No tenía ventanas, entraba la luz cenital, suprimiéndose la cubierta por innecesaria. Tampoco había puerta, bastaba la abertura de la tela para que hiciera las veces de entrada”.


"La idea", "agrega, tuvo imitadores la misma temporada de baños, desde entonces todos los años han ido en aumento más o menos bonitas y caprichosas hasta el número de doscientas noventa y cinco de que se componía en 1893 la nueva población movible veraniega, y llamo población porque en muchas de esas casetas se guisa, se come y se duerme, y nada más apropiado en los días calurosos de estío que hallarse al contacto de agradables y frescas brisas del mar".


Los viejos recordarán aquellas casetas y los más jóvenes las habrán visto en tantos grabados y fotografías de la época. Familias del barrio de San Martín comenzaron a explotar el negocio de las casetas, que si en un principio eran semovientes quedaron luego en estáticas, siendo el negocio extendido a los toldos. Los concesionarios de casetas y toldos disponían de un espacio determinado en la playa y en ella los colocaban. Eran los Burutarán, Arrate, San Sebastián, Larrea, Iceta, Irastorza, Zapiain, Zabaleta, Garro... Durante años y años yo fui uno de los usuarios de las casetas y toldos que en la playa, a la altura del Hotel Niza, tenía Juanito Larrea, el "bañero" que con su nariz prominente, su cuerpo seco y huesudo y su eterna "txapela" sobre la cabeza era como la estampa ambulante del vasco auténtico que podía haber servido de modelo a Ignacio Ugarte o a Juanón Echevarría. Había un toldo colectivo en el que por una módica cantidad se podía disfrutar de la sombra y usar las sillas durante toda la temporada, y otros toldos pequeños, análogos a los actuales, que alquilaban las familias pudientes.


Todo esto funcionó así hasta 1926, año en el que se inauguraron las cabinas en el voladizo de la Concha y se retiraron las casetas. La modificación se debió al Ayuntamiento que presidió don José Elósegui. Pero los toldos siguieron, aunque a partir de entonces explotados por el Ayuntamiento.


Los toldos han sido, y siguen siendo, además de lugares donde se puede disfrutar de la sombra, de la brisa y de una silla, centros de vida social. Porque las familias los alquilan año tras año y la continuidad en el disfrute suele ser inicio de relaciones de vecindad playera. Gentes que durante todo el año tal vez no se veían aunque viviesen en San Sebastián, en el verano establecían relaciones que en ocasiones llegaban a la amistad. Y lo mismo pasaba con los veraneantes de fuera que mantenían sus toldos de padres a hijos. Al llegar a San Sebastián a primeros de julio, los vecinos del toldo quedaban informados de las novedades acaecidas en el año. A veces no venía el padre o la madre, por alifafes de la salud, pero lo hacían los hijos y nietos, y así años y años en una tradición ininterrumpida. Pero un año, tal toldo estaba vacío: algo importante había sucedido para que la familia renunciase a su veraneo. Luego se sabía: había muerto tal o cual familiar, y al año siguiente hijos y nietos volvían. Yo he conocido mocitas de toldos próximos al mío que luego venían con su marido y sus hijos y después con sus nietos. Los años y las generaciones se sucedían, pero no se rompía el afecto por San Sebastián.


Sobre esta playa de la Concha, sobre toldos y casetas, sobre los bañistas y más aún sobre las bañistas los enviados especiales de los periódicos de Madrid escribieron cientos de crónicas. Una de las primeras correspondencias que aparecieron en los periódicos de Madrid lleva la fecha de 1845 y la firma de "Asmodeo", seudónimo que usaba Ramón de Navarrete. Escribía el periodista:


"Nada más grotesco, nada más singular, nada más característico que el espectáculo que ofrece La Concha (que así llaman a la playa y su forma justifica el nombre) en las horas de los baños. Las personas elegantes y distinguidas van por las mañanas de siete a diez; el traje que todas las damas usan para entrar en el agua es idéntico: un ancho ropón de lana oscura las cubre desde los hombros hasta los pies, y se recogen el cabello bajo un gorrito de hule verde, que llevan con singular coquetería. Otras añaden a este singular tocado un gran sombrero de paja que las preserva de los rayos del sol.


Por la tarde, la Concha ofrece aspecto distinto: un núcleo de chiquillos “in naturabilis", en esa edad en que no hay sexo, saltan de aquí para allá, tan pronto entre mujeres como entre hombres; más lejos los soldados de la guarnición, conducidos por sus oficiales, se sumergen en el agua con imponderable gozo. Algunas mujeres del pueblo, algún elegante dormilón que no gusta de madrugar, alguna beldad añeja que teme la claridad diurna, algún forastero desconocido, suelen entrar en el baño a esa hora, que es la de la confianza, la de la libertad, la de las escenas grotescas en una palabra.


Distinguense los donostiarras por la afabilidad de su trato, por la compostura de sus palabras y por la exactitud con que cumplen sus deberes. No se oyen tampoco en los sitios públicos esas formas groseras que de continuo manchan los labios de los hombres de otros países".


Cuando se publicó esta crónica, el paseo que bordeaba a la playa no se llamaba de la Concha sino de los Baños, yendo desde el muelle hasta donde hoy está la plaza del P. Vinuesa, y ante el auge del turismo se pedía pocos años después que se prolongara el paseo hasta el Antiguo. Los periódicos pedían que se expropiaran y derribaran las tres edificaciones que entonces existían a la derecha de la carretera y avisaban del peligro de que a la vuelta de unos pocos años se levantaran más construcciones, cuya expropiación añadiría una gruesa partida en el presupuesto total del proyecto. Resultaba ya insuficiente el paseo "para contener las multitudes que allí se agolpan durante los días del periodo estival. La más vulgar previsión aconseja consagrar los más solícitos cuidados a mejorar el acceso a la playa y ponerla en condiciones de que sea mayor cada día el número de personas que, cómodamente y con desahogo, puedan disfrutar de los variados y risueños panoramas que por todas partes la rodean. Hágase lo que se ha hecho en el arenal. Primitivamente no era permitido bañarse con traje más que en el espacio comprendido entre la primera rampa en Alderdi Eder y la fábrica de cal, dejándose el resto para los que no pudieran usar ropa alguna. Más tarde, creciendo el número de los bañistas y siendo más frecuentado el camino del Antiguo, se dio cierto carácter urbano al arenal que se extiende hasta el peñón del Antiguo, y se hizo obligatorio el traje de baño en aquella extensión. Esta modificación fue traída por la fuerza misma de las cosas, por el rápido e inesperado incremento que ha tomado la población. Pues estos mismos motivos exigen imperiosamente la pronta ejecución del proyecto aprobado por el Ayuntamiento en su última sesión, dotando a San Sebastián de un paseo que tendrá muy pocos rivales en Europa". Esto escribía "Diario de San Sebastián" en 1881, rompiendo una lanza en favor de convertir el espléndido anfiteatro natural que era La Concha en un paseo.


Aquel paseo de hace un siglo largo era más estrecho que el actual. Había unos cuantos aguaduchos en los que se vendían bebidas y por diez céntimos se podía comprar una ensaimada. Había tres fuentes públicas, las fuentes de Wallace fundidas en Francia y que representaban a las Tres Gracias que sostenían sobre sus cabezas una cúpula y de las que manaba agua que se podía beber gracias a un vaso de hierro pendiente de una cadena. Estas fuentes, igual que la barandilla que había entonces con sus tiestos, se llevaron al paseo de Francia y allí siguen.


Era aquella la época de las tertulias bajo los tamarindos, pues entonces se buscaba la sombra ya que la moda del sol vendría muchos años después. Estas tertulias se formaban gracias a las sillas que instalaba la Beneficencia a lo largo del paseo. La última de estas tertulias que yo he llegado a conocer se reunía frente al Hotel Niza y a ella asistían con asiduidad los catedráticos Asín Palacios, Juan Zaragueta, Carreño, Oliver Asín y algunas veces el historiador Pío Zabala.


Mientras estos doctos varones estaban de cháchara, por el paseo iba y venía toda la "crema" de la sociedad donostiarra y la "high-life" española. Allí estaban las damas elegantes con sus gigantescas pamelas, sus sombrillas y abanicos y sus modelos de madame Laferriére y madame Eustachete, las damiselas que comenzaban a aparecer en las crónicas de sociedad y los caballeros con sus canotiers y sus bastones de Java, no faltando los petimetres y los gomosos. Pasaba Azorín, que entonces llevaba cuello de celuloide y un jipijapa y con él iba Angel María Castell contándole lo que había oído en los salones del Gran Casino o del Hotel du Palais sobre la próxima crisis y el gabinete que preparaba don Práxedes Mateo de Sagasta. Los vendedores de periódicos, con gorra de plato y un brazalete con el nombre de los que eran exclusivistas, voceaban "La Correspondencia de España", el "Heraldo", "La Epoca", "El Imparcial" y también los periódicos extranjeros "La Petite Gironde" y "Le Figaro" y los bonaerenses "La Prensa" y "La Nación".


Años después se abrió un cafetín en medio de la plaza de Cervantes, un pequeño templete donde estaban las bebidas. Una legión de camareros cargaban sus bandejas de jarras de cerveza que iban distribuyendo por las mesas que había alrededor. Cuando aquel cafetín veraniego se cerró, el templete se convirtió en pajarera y terminó por ser derribado al final de los 60.


En 1909 el Ayuntamiento acordó la remodelación del paseo, ensanchándolo en cinco metros y construyendo el voladizo que años después serviría para acomodar en él las cabinas que sustituían a las antiguas casetas. Se encomendó al arquitecto municipal don Juan Alday la redacción de un proyecto que la Corporación aprobó en febrero de 1920, sacando las obras a concurso. El diseño de la barandilla fue realizado por el señor Alday y al concurso se presentaron dos licitadores, don Mariano Arrieta Lasarte, en nombre de Fundiciones Molinao de Pasajes, y don Andrés Loinaz. Se adjudicaron las obras al primero de los citados licitadores. El resto de las obras, la Rotonda con sus dos amplias bajadas y la continuación del voladizo hasta la Perla y la barandilla hasta el túnel se hizo en una segunda fase, estando terminado el paseo en su actual estructura en 1912, año en que se inauguró la nueva Perla del Océano, la actual.


El paso de los años ha incrementado el simbolismo de la barandilla que ha llegado a constituir el motivo de un galardón que el Ayuntamiento otorga a quienes se cree son merecedores de él por los servicios prestados a la ciudad. Y por encima de este simbolismo oficial queda el valor de la barandilla como permanente fondo de la vida y de las gentes de San Sebastián. Junto a ella han jugado los niños donostiarras de tres o cuatro generaciones; apoyados en ella han tenido sueños de amor y de ilusiones miles de novios y miles de recién casados que elegían San Sebastián como lugar para su luna de miel; los "retratistas" de antesdeayer y los fotógrafos de ayer han tirado miles de placas y miles de metros de carrete teniendo como motivo ornamental la graciosa barandilla y a su vera las ya desaparecidas añas, tan cargadas de abalorios, de gigantescos pendientes y tan orgullosas de sus almidonados uniformes, que han cuidado de cientos de niños cuyos primeros pasos los han dado junto al histórico pretil.


Y no se pueden escribir cuatro líneas sobre el paseo de la Concha sin hablar de los tamarindos o tamarices, que creo es este último su verdadero nombre. Se plantaron en primer lugar chopos carolinos pero pronto fueron retirados y es entonces cuando entra en acción el concejal don Agapito Ponsol, industrial sombrerero establecido en la calle Narrica esquina a la plazoleta de los Juzgados (como se llamó en principio a la hoy plazuela de Sarriegui). Fue Ponsol un concejal activo que no solamente mejoró el arbolado y el adoquinado de San Sebastián sino que fue también el creador de la primera Casa de Socorro que hubo en la ciudad. Ocupando un escaño en la Casa Consistorial hizo un viaje a París por motivo de negocios, allí vio los tamarindos o tamarices, le gustaron y trajo unos cuantos arbustos y semillas.


En París se había enterado del tratamiento que había que darles, del clima que para su desarrollo necesitaban y del tiempo que tardaban en desarrollarse. Expuso su idea a sus compañeros de concejo y una vez aceptada comenzaron a plantarse y al principio no gustaron nada a los donostiarras de entonces. Los donostiarras, ya se sabe, somos muy amigos de dividirnos en bandos ante cualquier proyecto o innovación municipal. Las polémicas entre boulevaristas y antiboulevaristas, entre partidarios y enemigos del Monte Ruso fueron sonadas. Y aquellos arbolitos, que a algunos de nuestros abuelos les parecían enanos y ridículos, fueron objeto de toda clase de críticas, burlas y chanzas. Muchos años después, contaba en "El Pueblo Vasco" un vecino de la época cómo Marcelino Soroa y Cándido Soraluce escribieron, el primero la letra y el segundo la música, una revista-zarzuela con el título "La Bella Easo" representada con éxito en los carnavales de 1885 y 1886 en el Teatro Circo de la calle de Garibay. Lo cuenta el anónimo cronista: allí fue Agapito Ponsol y en cuanto la orquesta que dirigía Soraluce preludió aquello de “Aunque somos chiquititos”, y luego “sal, tamarindo, sal", a Ponsol un color se le iba y otro se le venía y su cara parecía el arco iris. Los espectadores miraban más al concejal que a los coristos -pues eran coristos y no coristas como algún cronista escribió, que con indumentaria de tamarindo cantaban aquello de “buena sombra daremos para el siglo que vendrá". Terminada la representación, Ponsol se caló el sombrero y salió del teatro como alma que lleva el diablo. Y el periódico "Diario de San Sebastián" aconsejaba a los concejales que se dieran una vuelta por la Concha para ver "el papel ridículo que hacen los tamarindos enjaulados".


Pero aquellos tamarindos, desprovistos de los jaulones que los encerraban, crecieron y han sido y son gala y ornato de San Sebastián. Soraluce decía que si habían crecido era porque con el canto de marras se había excitado el amor propio de los arbolitos y entrando en ellos la emulación, se hermosearon.


José María Salaverría escribía en 1908: "¿Cuántas veces no habéis visto esos arbolillos raros, originales, que bordean la línea de la Concha? Son los tamarindos, los árboles más bellos que tiene San Sebastián. Al que los plantó por primera vez, deberían hacerle una apoteosis. ¡Jamás hubo acierto más grande! (...) Son esos arbolillos completamente originales. Arraigan en los lugares difíciles, a la orilla del mar, donde el viento sopla furiosamente. Sus troncos son macizos, correosos, resistentes: sus ramas tupidas como un zarzal; sus hojas son diminutas, retorcidas como gusanillos vegetales. Prestan una amable sombra en el verano; adornan admirablemente la línea del paseo; hacen las veces de macetas plantadas a orilla del mar. Y sus anchas y tupidas copas ofrecen en diversos tiempos muy originales formas. Cuando llueve, de cada diminuta hoja cuelga una gota de agua, brillante como un rocío; entonces el árbol se parece a uno de aquellos arbustos de que nos hablan los cuentos orientales, todos cuajados de diamantes. Pero llega después el otoño, y los tamarindos adquieren su máxima belleza. Se vuelven dorados, de un oro obscuro, de un oro viejo; si la lluvia los moja entonces y hay un foco eléctrico encima de sus copas, los tamarindos ofrecen el aspecto más bello y fantástico que puede darse. Ya no son árboles naturales, sino cosa de leyenda y fantasía".


El 19 de mayo de 1869 el Ayuntamiento bautizó al paseo que bordea la playa con el nombre de "Paseo de la Concha".


("Del San Sebastián que fue". JUAN MARÍA PEÑA IBAÑEZ)

Barandilla de la Concha y su entorno



















La isla de Santa Clara

¿Cuándo a la isla que cierra la bahía de la Concha la bautizaron con el nombre de Clara de Asís, la hija de los condes de Sasso Rosso que supo "trocar los placeres del siglo por el duelo de los sufrimientos del Señor"? Muy joven entró la futura Santa Clara en un convento de benedictinas y sus "trenzas doradas cayeron al suelo y un negro velo cubrió su cabeza. En vez de los vestidos de seda que aquel día habían sido la envidia de sus compañeras, recibió una grosera túnica de lana; en vez del ceñidor adornado de pedrería, una áspera cuerda de nudos; en vez de los zapatos bordados, unas sandalias de madera", según escribió uno de sus biógrafos, Fray Justo Pérez de Urbel. Clara Scifi se había convertido en Sor Clara. Murió en el año 1253, siendo canonizada dos años después por Alejandro IV. Aquí hay testimonios de que en 1489 ya se llamaba Santa Clara al terruño anclado en el mar, cerrando la bahía entre Urgull e Igueldo.

Sobre esta isla se ha escrito mucho. Uno de los que se ocupó de ella fue aquel inglés desconocido que en 1700 publicó un librito sobre San Sebastián y que dos siglos largos después, en 1943, lo descubrió en una librería de Londres Manuel Conde López, propietario de la Librería Internacional de San Sebastián, que lo tradujo y le agregó unas notas, editándolo con dibujos de Carlos Ribera y aguafuertes de Andrés Lambert. En el libro, el desconocido autor, habla del castillo, del modo de vivir en la ciudad, de las casas, de los pescadores, de los trajes que entonces se usaban, de las mujeres y los curas, de las costumbres y las diversiones.... y,¡cómo no! de la isla. De esta escribe :

"A la entrada de la bahía existe un monte que se llama Santa Clara, en donde hace tres meses vivía un ermitaño de la orden de San Francisco. El hombre pedía limosna para vivir y solía contar muchas historias y leyendas. También ayudaba a llenar los barriles de vino, pero el pobre viejo estaba todos los días borracho como una cuba. Según dijeron, lo despacharon de su celda por esa causa; aunque se cree que fue más bien por meter al que tienen ahora.

Se trata de un caballero del Reino de Castilla, de gran posición, a quien por alguna causa le confiscaron sus bienes, confinándole en la isla como ermitaño.

Ha de mendigar su pan durante catorce años, al cabo de los cuales le devolverán su fortuna. Durante ese tiempo la Iglesia y los curas usufructúan las rentas del caballero. Todos los herejes que mueren los entierran allí. Cuando sacan los cadáveres de la ciudad para ser llevados por mar hasta la isla, donde son sepultados, una chusma de hombres y mujeres siguen detrás insultando al muerto y gritando : ¡"Ese va al Infierno!".

El producto de la tierra de la Isla es para el ermitaño, y lo vende según le conviene".

En el manuscrito de la Colección Vargas Ponce que se conserva en el Archivo de la Real Academia de la Historia hay una curiosa descripción de San Sebastián hecha por el presbítero Joaquín Ordoñez en 1761. Este sacerdote, nacido en Mansilla y muerto en nuestra ciudad en 1769, fue enterrado en la parroquia de San Vicente y en la publicación de los contenido en la colección citada hay referencia a la isla de Santa Clara. Escribe el citado presbítero :

"Hay una isla, a poca distancia del castillo, que se llama Santa Clara donde está en lo más alto una ermita bajo la advocación de dicha Santa, con un ermitaño; es toda esta isla del monasterio de San Bartolomé; en ella se dice misa cantada de orden y a expensas de dicho monasterio; aquel día hay otras muchas misas, y entre año su estipendio sueleser por lo menos un peso fuerte, desayuno y barco pagado. Todo el día de Santa Clara hay tamboril y bailes y todo lo registran las señoras (monjas) de San Bartolomé, las del Antiguo y las de Santa Teresa. Es más reducida esta isla y más baja que el Castillo y entre la isla y Castillo, aunque sólo hay como un tiro de fusil, pasan navíos por grandes que sean para entrar en el muelle, porque es un canal muy profundo".

A esta entrada de los barcos en la bahía aludía también el inglés que en 1700 escribió el librito al que me refería al comienzo de este escrito. Y decía: "En medio de la bahía de San Sebastián existe una roca debajo del agua, y por eso es difícil la entrada en la misma, a no ser con viento favorable.

Para indicar el buen camino los mismos prácticos se meten a bordo por fuerza. Esto sería bastante recomendable si no tuviesen el propósito de engañarle a uno, cobrándole lo que les da la gana, que no tiene más remedio usted que pagar, porque si se queja no es amparado por la Justicia.

El cónsul y los comerciantes extranjeros residentes en San Sebastián han tratado de persuadirles con muy buenas razones para llegar a un arreglo, pero hasta ahora todo ha sido inútil, porque cada marino se considera tan importante como el propio señor alcalde. De modo que un hombre debe doblegarse bajo los ultrajes y opresiones, y abstenerse de protestar".

En la "Historia civil-diplomático-eclesiástica anciana y moderna de la ciudad de San Sebastián", escrita por el presbítero Joaquín Antonio Camino y Orella, y que abarca desde los remotos orígenes de nuestra ciudad hasta los comienzos del siglo XIX, también hay referencia a la isla de Santa Clara. Escribe el Historiador:

"Es tradición del monasterio (de San Bartolomé), que por no haber clausura iba la comunidad en otro tiempo a la isla y ermita de Santa Clara a cantar vísperas el día de la santa, cuyos vestigios todavía se observan, pues en dicho día envían las monjas a la ermita sacerdotes y dependientes con misa, repicando las campanas de San Bartolomé desde que sale del melle la lancha, en que van embarcados, hasta llegar a la isla. La ermita es propia de las religiosas, y no está averiguado por dónde, si por dote de alguna monja u otro título. Han tenido pleito en varios tiempos con la ciudad sobre dicha ermita en los tribunales de Pamplona, Burgos y Nunciatura, y siempre se las ha mantenido en la posesión ordinaria, como se vio a principios del siglo pasado, bien que la isla es de la ciudad. No falta quien haya dicho haber sido la primitiva fundación de San Bartolomé en la isla de Santa Clara; pero es inverosímil si se mira a la inclemencia y corto espacio del paraje que no es capaz de semejante establecimiento y sólo sí de una reducida basílica".

Según cuenta la tradición, en el invierno de 1220 San Francisco de Asís, peregrino jacobeo, venía de Burgos acompañado de un mendigo que se le unió. En San Sebastián se hospedó en un mesón que había en el Antiguo. Visitó la isla y en un día de frío y mal vestido como iba se acatarró degenerando aquello en pulmonía. Cuenta Luis Murugarren, que la hospitalera le había advertido: "Para este clima tiene vuesa merced muy poco fundamento en el vestir". , pues iba de saco, descalzo y sin cubrirse la cabeza. El santo de Asís predicó en la iglesia del Antiguo, teniendo que quedarse en San Sebastián hasta que se curó de la pulmonía.

Desapareció la ermita, de la que no hay noticia posterior a 1802. Lo que si se sabe es que en el siglo XVI fue artillada para defender la bahía y que en la guerra de la Independencia fue ocupada la isla el 26 de agosto de 1813 por las tropas anglo-portuguesas, las que cinco días después asaltaron la ciuda y la destruyeron. Pasada aquella contienda y también la primera guerra carlista, se montó en la isla un criadero de conejos, encargándose de su cuidado a José Vicente Arruaberrena, un personaje pintoresco conocido por el nombre de Robinson, por haber vivido durante años en la playa, en las proximidades del llamado Pico del Loro, como el Crusoe, de la novela famosa. Donde estuvo la ermita había una casucha que algunos optimistas llamaban "casa de descanso de los cazadores".

El 15 de septiembre de 1864 comenzó a funcionar un faro y el farero no dispuso de teléfono hasta el 4 de abril de 1966.

("Del San Sebastián que fue". JUAN MARÍA PEÑA IBAÑEZ)









El monasterio de San Telmo

No les fue fácil a los PP. Dominicos fundar un convento en San Sebastián dada la fuerte oposición de los clérigos de la villa que llegaron a las más altas instancias, nada menos que al emperador Carlos V, para impedir que los hijos de Santo Domingo se establecieran aquí. El año 1516 llegó Fray Martin de los Santos, del Monasterio de Piedrahita, a predicar la Cuaresma. Algunos donostiarras se acercaron a él pidiéndole fundara su Orden un convento. El provincial Fray Jerónimo de Loaisa vino a la villa y comenzó las gestiones encontrándose con la primera dificultad, pues no había medio de adquirir los terrenos para el convento. Por fin Fray Martin de los Santos consiguió una provisión real y en virtud de ella el corregidor expropió un solar que había en la calle Santa Corda, propiedad de la familia Engómez, abonando por el terreno 473 ducados de oro viejo y entrando los Dominicos en posesión del litigioso lugar.

La oposición a que se fundara un convento seguía y así escribe don Serapio Múgica que la idea de los Dominicos "tropezó con fuerte oposición de los clérigos de la villa y del resto de la provincia, que así en los púlpitos como en las plazas hacían activa propaganda contra aquella Orden, llegando al extremo de conseguir que ningún vecino quisiera ceder el terreno donde levantar el convento".

La tenacidad de los Dominicos triunfó, pues llegaron hasta el Rey quien dictó una provisión para que el Corregidor, capitán general don Sancho Martínez de Leiva, viese el lugar donde habrían de construirse el convento que era uno propiedad de la familia de Engómez, y el 13 de octubre de 1516 en un improvisado altar se celebró la primera misa, en la que predicó el prior de Vitoria, Fray Bartolomé Saavedra. La oposición perdió fuerza al saber que apoyaba a los Dominicos don Alonso de Idiaquez y Yurramendi, secretario del Rey, quien había aceptado el patronato del convento.


El Ayuntamiento señaló las condiciones que exigía para que se establecieran los frailes entre las que figuraban que en el Monasterio hubiese una escuela de gramática, que no podía haber más de veinte frailes y ninguno que no fuera del Reino, que tenían que renunciar a adquirir bienes raíces, rentas, censos, etc., y si recibían algún legado en bienes de la villa o de la provincia, el Ayuntamiento los vendería en subasta pública entregando su importe al Monasterio.


Los franciscanos de Aránzazu se unieron a la oposición y por ello los partidarios de la fundación acudieron a la Reina Doña Juana la Loca que el 22 de enero de 1531 dirigió una cédula al "Concejo, justicia, regidores e hijosdalgos de la noble villa de San Sebastián" en la que dice: "Bien sabéis cómo yo acatando el servicio de Dios Nuestro Señor y a la salvación de la ánimas mandé hacer e fundar en esa dicha villa un monasterio de frailes de Santo Domingo en pobreza sobre que os envié a mandar y encargar por otra mi cédula que recibiésedes e acogiésedes a los dichos frailes e les ayudásedes e favoreciésedes en hacer y edificar el dicho monasterio puesto que también era proyecto vuestro y de toda la provincia de Guipúzcoa como más largo se contiene en la cédula que sobre ello escribí (...) yo vos mando y encargo que sin ninguna dilación hagáis y cumpláis lo que cerca de esto por nuestras cartas e cédulas vos está mandado que en ello me haréis placer e servicio".


No fue esta la única intervención de la Reina Doña Juana en favor de la fundación, según consta en diversos documentos que se conservan en el Archivo de Simancas, y así en un escrito fechado en Avila el 25 de septiembre de 1531 dirigido a don Diego de Achega, capellán que fue del Hospital del Ejército, le dice que hallándose en su poder "dos cálices con dos patenas y una custodia con una cruz pequeña todo de plata y algunos ornamentos e otras cosas menudas del servicio del culto divino" se los diese a los frailes de Santo Domingo; y aquel año y el siguiente le escribe a Pedro Laborda, vecino de la villa, a quien le dice que como tenía el cargo del pan les diese a los Dominicos cien fanegas de trigo "para ayuda a su mantenimiento acatando su pobreza y necesidad para que tenga cargo de rogar a Dios por el emperador y rey mi señor y por mí y por nuestros hijos". Estas dos últimas cartas citadas están fechadas el 20 de agosto de 1531 en Avila y el 30 de junio de 1532 en Medina del Campo.


El apoyo real y la intervención de don Alonso de Idiaquez, secretario del Emperador, superaron las muchas dificultades y trabas para la construcción del Monasterio, pudiendo comenzarse las obras en 1535 sobre los terrenos adquiridos en la calle de Santa Corda, que habían sido tasados por dos canteros y dos carpinteros, terrenos que medían 800 suelos y 74 codos, que a 25 ochavos el codo hacían 473 ducados de oro viejo, suma a la que el Corregidor agregó 20 ducados.


Los planos del nuevo convento los hizo Fray Martín Santiago, dirigiéndolos los maestros Martín de Bulocoa y Martín de Sagarcola, vizcaínos, terminándose en 1551. Los que conocieron el monasterio elogian su suntuosidad, las dos capillas que había en el templo en las que trabajó el maestro Juan de Santiesteban, de Régil, así como "la soberbia escalera de piedra que ha dado tanto en qué entender a los inteligentes por lo difícil de la obra y estar sostenida contra la pared misma sin otro apoyo ni columna, siendo así que el volado tiene de ancho once pies", según el juicio del historiador Camino. Dignos de mención fueron los enrejados de las ventanas que parece ser eran posteriores a la construcción del edificio, pues fue el Rey Felipe IV cuando estuvo en San Sebastián en mayo de 1660 y visitó el monasterio quien las mandó colocar. Según el reverendo don Joaquín Ordoñez, que escribía en 1761, el convento “es de buena fábrica, especial la iglesia, claustros, escalera, con muchas habitaciones y oficinas, huerta que sube por el monte y lo más prodigioso es una galería sobre los dos dormitorios hacia el Oriente que tiene de largo más de ciento cincuenta pasos y veinte de ancho. Está tan sobre el mar que sobre él cae el agua que alguna vez se echare en el convento. Hay como treinta religiosos y en él se entierran más gentes que en las dos parroquias".


El gran protector de la orden fue don Alonso de Idiaquez y su esposa doña Gracia de Olazabal, él nacido en San Sebastián en el palacio que la familia poseía en la acera izquierda de la calle Mayor dando frente a ésta y a la muralla que iba por donde hoy está la calle Campanario. El palacio fue soporte de la gran manzana que entonces existía entre la plaza que rodeaba a Santa María y la calle del Puyuelo. En este palacio se hospedó Carlos V cuando iba a Flandes con motivo de la insurrección de Gante, su pueblo natal. También parece que se alojó durante cinco días Francisco I de Francia, el rey Cristianísimo, tras ser puesto en libertad después de su cautiverio en Madrid, y Felipe IV y su hija la infanta María Teresa al ir ésta a casarse con Luis XIV de Francia. Era la casa más importante que había en la ciudad.


Don Alonso de Idiaquez cuando atravesaba el Elba, en Sajonia, el 11 de junio de 1547, en cumplimiento de una misión encomendada por el emperador, fue atacado por una partida de ocho herejes que le dieron muerte a él y a su escolta, despojándoles de cuanto llevaban. Los asesinos fueron prendidos y ejecutados. Se dijo que quien había dado la orden de matar a Idiaquez fue el rey Francisco I, debido a que el donostiarra había intervenido en el matrimonio del príncipe Felipe, luego Felipe II, con la princesa de Bearne, pretensa del reino de Navarra.


El cadáver fue traído a San Sebastián y enterrado en San Telmo junto al de su esposa doña Gracia de Olazabal, cuyas bellas estatuas todavía se conservan, pese al saqueo y destrucción de que el convento fue objeto durante la guerra de la Independencia, incendiándose parte del mismo. Los Dominicos no disponían de fondos para restaurar lo destruido y acordaron alquilar parte del edificio por 60 reales de vellón diarios para parque de artillería. La situación económica de la comunidad no mejoró, pues parece ser que los inquilinos no eran muy puntuales en el pago de la renta. En 1836, debido a las leyes desamortizadoras de Mendizabal, los dominicos abandonaron el convento, llevándose al monasterio de Corias, en Asturias, las pocas obras de arte que tras la guerra de la Independencia quedaban, entre ellas la imagen de la Virgen Negra o Virgen del Rosario, de gran devoción popular, que parece regaló al convento doña María de Lezo, dama de la Reina Catalina de Inglaterra.


San Telmo se convirtió en almacén municipal y luego en parque de artillería. Una noche, un grupo de jóvenes, tras cenar allí y de abundantes libaciones abrieron el sepulcro de Idiaquez y sus huesos sirvieron para sus juegos. Uno de los presentes, José Brunet y Berminghan, ocultó bajo su capa el cráneo, salvándolo así de la profanación.


Antes de levantarse en el siglo XVI el Monasterio de San Telmo había allí una pequeña capilla dedicada a San Erasmo y parece ser, y el profesor José Berruezo sostiene esta tesis, que de la deformación de este patronímico (Eramo, Ermo, Elmo, Sant-Elmo) viene el nombre de San Telmo.


El antiguo monasterio, convertido en cuartel, fue declarado monumento nacional en este siglo y fue un gran alcalde de San Sebastián, don José Antonio Beguiristain, quien consiguió en 1926 recuperar para el patrimonio de la ciudad aquellas históricas piedras. Inmediatamente comenzaron las obras de restauración y acondicionamiento para museo. Fueron los arquitectos Francisco Urcola y Juan Alday quienes dirigieron los trabajos, interviniendo también de una forma muy valiosa el pintor Ignacio Zuloaga. La fachada principal es nueva y está realizada de acuerdo con el resto del edificio. De la iglesia habían desaparecido los altares y por indicación de Zuloaga se encargó al pintor José María Sert unos murales. Sert era ya conocido en el mundo entero a través de sus famosos frescos de la catedral de Vich y del Palacio de las Naciones de Ginebra.


En 590 metros cuadrados Sert realizó su obra en la que recoge algunos aspectos de nuestro pasado. En el centro, donde estuvo el retablo, surge en un árbol reseco la figura de San Sebastián asaetado por unos arqueros y en la parte baja del mismo fresco está San Telmo ayudando a los tripulantes de una barca a punto de zozobrar en las aguas. Uno de los murales con mayor fuerza es aquel en el que aparece San Ignacio escribiendo las Constituciones de la Compañía de Jesús al pie de la cruz, que es sostenida por varios jesuitas mientras Cristo, con una mano desclavada, le habla al santo de Loyola. Hay otro lienzo dedicado a Elcano en el que se ve al marino de Guetaria, con la nao "Victoria" al fondo, estudiando los datos de la sonda. No faltan en las pinturas evocaciones de los ferrones, de los astilleros de Pasajes, donde se construyeron barcos que luego formaron la Armada Invencible; del árbol de Guernica, de las reuniones de brujería en la cueva de Zugarramurdi, del comercio que realizó la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, de la pesca de la ballena, de dignatarios de la Iglesia subiendo por una especie de Escala Santa... La obra de Sert, por la que el Ayuntamiento pagó en francos franceses (cotizados a 48,80) una cantidad que no llegó a las trescientas mil pesetas, es una de las joyas de San Telmo.


Terminadas las obras de restauración, en la tarde del 3 de septiembre de 1932 el ministro de Instrucción Pública, don Fernando de los Ríos, presidía la inauguración. En el acto académico que se celebró, el alcalde, don Fernando Sasiain, tuvo un recuerdo emocionante para el señor Beguiristain, gracias al cual fue posible la recuperación y restauración de la obra, y para el ex-alcalde don Marino Tabuyo, benefactor de ésta. Hubo luego un concierto en el que el Orfeón Donostiarra interpretó composiciones de Guridi, Usandizaga, Ravel, Zubizarreta y Sorozabal y la Sinfónica de San Sebastián dio a conocer "El retablo de Maese Pedro", poema musical de Manuel de Falla, quien dirigió la interpretación, interviniendo el barítono Remigio Peña, el tenor Aguirre y el niño Antín. Anécdota curiosa: la orquesta se perdió y Falla, enfadado, hizo que se volviese a empezar.


Fernando de los Ríos, durante el "lunch" que en su honor se celebró al final del acto, departió con Zuloaga, Sert, con el sacerdote Xavier Zubiri, catedrático de la Universidad Central, y con los directores del museo y de la Biblioteca Municipal señores Aguirre y Rufino Mendiola.


La inauguración del museo la saludaba en "El Pueblo Vasco" Manuel Munoa con estas palabras: "¡Salve, convento de San Telmo! ¡Noble blasón estético de la nueva, hermosa y espiritual ciudad futura!"


En el Museo se guardan numerosas estelas funerarias, laudas, escudos, ejecutorias, tapices, tocados femeninos de antaño, pinturas de Alonso Cano, El Greco, Rubens, Goya, Zuloaga, Ricardo Baroja, Rosales, Regoyos, Madrazo, Esquivel, Zubiaurre, tablas flamencas, cerámicas, arcas... Donde antaño predicó San Francisco de Borja, se oyó el gregoriano y los laudes y más tarde los toques militares, hoy es el silencio, roto por los pasos de los visitantes del museo y los comentarios que hacen ante tanta obra de arte.


("Del San Sebastián que fue". JUAN MARÍA PEÑA IBAÑEZ)














El monasterio de Santa Teresa

Anciana y enferma, agotada de tanto trabajar y tanto caminar bajo el sol abrasador del páramo, azotada por el cierzo de Castilla, pisando tierras heladas o sendas anegadas de agua, Teresa de Jesús se siente morir. Se halla en Burgos y quiere volver a su primera fundación,el convento de San José de Ávila. emprende el camino, pero tiene que detenerse en Alba de Tormes, obligada a guardar cama. "¡Válgame Dios, qué cansada me siento!", dice a sus monjas. "Mas ha veinte años que nunca me acosté tan temprano". Pocos días después moría tras catorce horas de éxtasis. Era el 4 de octubre de 1582. Teresa de Cepeda y Ahumada, nacida en noble cuna, escuchó la voz del Señor y cambió las elegantes tocas femeninas por el sayal del Carmelo y los delicados chapines por las sandalias de leñosa fibra. Reformó la orden y aquella "fémina inquieta y andariega" pobló España de conventos.

CONVENTO DE SANTA TERESA
La santa, en su andariega vida, no llegó a San Sebastián y fue una de sus hijas la que fundó el convento de Santa Teresa que se alza en la ladera de Urgull y que después de tres siglos de existencia es consustancial con la ciudad. Sus muros, asomándose sobre la bahía, dominando el caserío de la urbe, han sido testigos de las páginas de la historia de nuestro pueblo, algunas de ellas tristes y calamitosas. En estos tres siglos largos de existencia, el convento de Santa Teresa ha sido una privilegiada atalaya desde la cual las monjas del Carmelo, asomándose a alguna enrejada ventana habrán admirado las fiestas que en la bahía han tenido lugar los días fastos de la ciudad. Como sus hermanas instaladas en el Morro de San Juan de Puerto Rico que siguen agitando una bandera española como emotivo homenaje a los barcos que entran y salen  en aquel puerto y llevan pabellón de nuestra patria, verían las de Santa Teresa los navíos de la Real Compañía  Guipuzcoana de Caracas que hacían la ruta de las Américas y traían en sus bodegas los productos de Ultramar, y al duque de Berwick y a los hombres de la Cuádruple Alianza entrar en la ciudad, lo mismo que a los convencionales del general Moncey que se llevaron las alhajas y los libros del convento. Presenciarían la trágica destrucción de San Sebastián por las tropas anglo-portuguesas y las llamas del incendio llegarían hasta los muros del convento en aquella jornada del 31 de agosto de 1813.

Pero no sólo hay muerte y sangre en el acontecer de la historia, sino que también se dan fiestas en algunas jornadas y el eco de éstas habrá llegado en tantas y tantas ocasiones hasta el silencio de la clausura monjil. Mas para la comunidad, más fija en el cielo que en la tierra, sus días son idénticos, los pasan entre rezos, penitencias y trabajos. Sus vecinos del muelle no las olvidad y nunca faltan los donativos generosos a los que ellas corresponden con sus oraciones y con ese riquísimo arroz con leche elaborado según fórmulas celestiales por manos arcangélicas, y que es inimitable por mucho arte que se tenga con canelas y arroces.

El que visite la iglesia del convento podrá ver una losa en una de las pardes, bajo el coro, donde hay esta inscripción: "N.I. debajo desta losa está el cuerpo de la noble señora doña Simona de Lajust. Fundadora deste convento. A. 1662". Había muerto en 1957 y en su testamento encargaba, además de 4.000 misas por su alma, que su cuerpo fuera enterrado en la parroquia de Santa María, "en la sepultura donde están enterrados mis padres, que están dentro de la grada en la primera ylera enfrente de la Capilla de San Juan", pero su deseo era que si se fundaba el convento de Carmelitas Descalzas, para lo que dejaba una parte de su cuantiosa fortuna, fuera en éste donde reposaran sus restos. Y eso se hizo tan pronto fue realidad la fundación con la que doña Simona de Lajust soñaba.

Era esta señora la esposa de don Juan de Amésqueta y el matrimonio, muy acaudalado, no tuvo hijos. Fallecido el capitán Amésqueta en 1649 sin testar, sus bienes pasaron a su viuda que otorgó testamento en 1654 ante escribano y siete testigos, de los cuales sólo tres sabían escribir. En la cláusula 50 de la última voluntad disponía doña Simona que se fundase un convento de Carmelitas Descalzas en San Sebastián autorizando a sus albaceas para disponer de sus bienes y venderlos en pública subasta para allegar fondos a fin de cumplir sus deseos.

Doña Simona falleció el 31 de enero de 1657 y al día siguiente ante el alcalde don FRancisco de Orendain, el escribano don Joseph de Ybarra y Lazcano, parte de los testigos y el albacea don Juan Ratt, presbítero beneficiario de las parroquias de San Sebastián y confesor de la difunta, se abrió el testamento. Realizado el inventario de los bienes, parte de los muebles fueron vendidos en pública subasta alcanzando la cifra de 4.239 reales de plata y 3.200 de vellón. Pero el grueso de su fortuna consistía en casas y caseríos, censos, créditos por un total de 2020.237 reales y 114.840 maravedís de renta por un juro de Sevilla.

Comenzaron los trámites para la fundación del convento y a la hora de elegir el sitio se dudaba entre un lugar en el camino que llevaba desde San Sebastián a Hernani o la casa de Santa Ana, sita al pie del monte Urgull en la subida al Castillo, próxima a la parroquia de Santa María y a la casa-torre de los Oquendo, optándose por este segundo emplazamiento. Los trámites religiosos  y administrativos fueron dilatados firmándose las Capitulaciones el 22 de noviembre de 1660 entre el Cabildo y el Regimiento o Ayuntamiento, los vecinos y los jurados mayores, constituyéndose la villa en Patrona de la fundación, otorgándose la Real Licencia el 13 de septiembre de 1661. Realizadas las obras de acondicionamiento de una casa de seglares en convento claustral, el 19 de julio de 1663 se inauguraba el convento y se bendecía la iglesia, formando la primera comunidad cinco monjas del convento de Tarazona, una del de Zumaya y dos novicias de San Sebastián que tomaron los nombres de Maria Teresa de Jesús y María Ana de San José.

Aquella pequeña casa fue ampliándose gracias a donaciones que recibieron y así pudieron disponer de cocina, refectorio, celdas, cuarto de recreo y de labor, etc. utilizando el coro de la basílica de Santa Ana. Pero todo era tan reducido que pronto se sintió la necesidad de ampliarlo. Y esto pudo hacerse gracias a un indiano, don Miguel de Aristeguieta, fiador de la dote de una novicia y que al visitar el lugar se sintió movido a costear las obras. Lo refiere fray Anastasio de Santa Teresa: "Estaba la habitación que ahora tenían en la falda y orilla de un alto monte, o por decirlo mejor, de un peñasquero inaccesible, y considerando el piadoso señor que si desmontaba y allanaba podrían las religiosas gozar de ayres más puros, de vistas más alegres y de más próxima luz, bañado el edificio sin embarazo de toda la del sol, se resolvió con inmenso gasto a poner allí el convento y la iglesia, venciendo con su valor y caudal muchos imposibles".


El Regimiento de San Sebastián autorizó las obras e inmediatamente comenzó el desmonte y la construcción de una pared que evitase desprendimientos de tierras y a continuación se levantó la iglesia y el convento. Las obras las realizó en parte Santiago de Senosiain y quien las dirigió fue fray Pedro de Santo Tomás. La iglesia, de paredes fuertes, tenía traza de cruz latina, sin lujos ornamentales de acuerdo con la pobreza de la Orden. En el retablo había una estatua de Santa Teresa y en los laterales del templo dos lienzos que representaban a Cristo hablando a San Juan de la Cruz y a Elías y los falsos profetas de Baal.


Las obras, que costaron 30.000 escudos, terminaron para el 15 de octubre de 1688 y el día de Santa Teresa tomaron posesión del convento las monjas. Todos estos datos los he tomado de la obra de Luis Enrique Rodríguez San Pedro Bezares, auténtica enciclopedia sobre este monasterio.


Un siglo después, las carmelitas donostiarras tenían cuatro capellanes y un vicario. En aquellas fechas eran veintidós las monjas entre legas y de mitra. El reverendo don Joaquín Ordoñez en el manuscrito que dejó escrito con fecha 1761 describe el convento que "está tan alto que para subir a la iglesia hay más de sesenta pasos de escalera, además de una cuestecilla que equivaldrá a otros veinte pasos; esta escalera está con mucho arte dividida en dos, una ancha y otra angosta, porque las mujeres suban y bajen con decencia y honestidad", y respecto a la huerta dice que parece estar colgada del Castillo "y por eso las señoras ven todos los campos, entrar y salir del muelle las embarcaciones y ellas fueran vistas de todos cuando salen al recreo a la huerta al no haber mucha espesura de árboles".


Luis Murugarren ha estudiado el archivo del convento y a través de la correspondencia que en él se conserva se pueden seguir las vicisitudes y las dificultades que se presentaron en la fundación. Y se puede ver el interés con que el obispo de Pamplona don Diego de Texada y Laguardia se informaba y la meticulosidad con que orientaba sobre lo que en cada caso debiera hacerse. Así, sobre un detalle que podrá parecer nimio hay diversos párrafos en varias cartas: la adquisición de las campanas. En carta de 27 de mayo de 1662 dice el prelado: "La campana está comprada y pienso que en comodidad, porque es a tres reales por libra. Procuraré remitirla cuanto antes". Unas semanas después, el 13 de junio vuelve a escribir monseñor: "Alégrome recibiese Vd. la campana; hágase la lengua y el yugo y dispóngase dónde se ha de colocar, que yo, cuando vaya, pues ha se ser preciso, la bendeciré allá. Las dos pequeñas están mandadas hacer". La campana había llegado al convento el 10 de junio y pesaba cuatro arrobas menos tres libras.


El 1 de julio vuelve a hablar de otra campana: "Yo procuraré que vaya cuanto antes la campana mayor para que Vm. la haga poner con la otra, y espero que todo ha de quedar con perfección..." Esa campana, que pesaba siete arrobas y media, estaba lista el 15 de julio para enviarla a San Sebastián. "Tres ducados di esta mañana para que llevasen la campana y me enfadé porque no ha querido bajar de cuarenta reales. He dado al mayordomo orden para que la envíe, aunque sea pagando 40 reales; si no se vuelven atrás, irá con ésta".


Si el obispo se preocupaba de las campanas ¿cómo no iba a hacerlo en tema de mayor altura cual era el de formar la comunidad de religiosas?. Casi un año antes de que se inaugurara el convento expresa monseñor su opinión sobre la base de la comunidad. Ha convenido y conviene que las fundadoras sean de un mismo convento, porque con eso estarán más unidas y si fueran de diferentes se pudiera temer menos conformidad con que entráramos tropezando a los principios en lo que más suele destruir la observancia religiosa".


Al prelado le preocupaba el que siendo el núcleo principal de monjas procedentes de Tarazona, no se entendieran con las guipuzcoanas. El 6 de enero de 1663 escribe: "Una cosa he reparado y es que ninguna de nuestras fundadoras sabe vascuence y parece que necesitaban de alguna que lo hablase y entendiese. Dígame vuestra merced su sentir en esto". Insiste poco después: “Será de mucha utilidad tener dentro del convento religiosa que sepa la lengua vascongada y sirva de intérprete a las demás, pero esto es menester consultarlo también con las madres fundadoras de Tarazona y proponérselo por conveniencia necesaria suya y del convento".


Resulta curioso el detalle de lo que las monjas que vinieron de Tarazona pagaron por algunos artículos y servicios en el viaje a nuestra ciudad: Por pasar el puente de Tudela en coche, literas y cabalgaduras, ocho reales. Al barquero de Marcilla, diez reales de plata. Por un queso en Alsasua, un real de plata. Por un conejo en Caparroso, un real de plata. Por diez codornices en Tarazona, cuatro reales y medio de plata.


En 1813 quedó reducido a cenizas el sitio de Santa Ana y treinta años después fue construida la fachada oriental del convento. Ahora va a reformarse la vieja casa, cuyas condiciones de habitabilidad dejan mucho que desear incluso para las austeras monjas que viven conforme a la regla de la santa de Avila. Las humedades traspasan los muros del convento y el frío es un permanente compañero de la comunidad. Nada tiene de particular que cuando abundan las lluvias y los termómetros bajan, las monjas se vean afectadas en su salud. Tal vez fue en 1891 cuando más se notó la humedad y el frío, con consecuencias que llegaron a ser graves. Era abadesa la madre Marcelina, hija de una familia acomodada de Oñate y acababa de suceder en el cargo a la madre Anselma y uno de los primeros problemas con los que se encontró fue con una epidemia que afectó prácticamente a toda la comunidad.


Aquel invierno comenzó con extrema crudeza y la enfermedad conocida entonces con el nombre de "trancazo" se extendió por la ciudad, siendo muchos los donostiarras que cayeron enfermos aunque no se llegó a las cifras de Pamplona, donde se registraron nada menos que siete mil casos de esta epidemia.


En el periódico "La Unión Vascongada" del 30 de diciembre de aquel año se escribía lo siguiente: "De tal manera ha invadido el "trancazo" el convento de Santa Teresa, que las monjas actualmente atacadas suman el número de dieciocho de las veinte que componen la comunidad, habiendo fallecido además una, quedando por consiguiente una sola monja en completo estado de salud".


¿A qué se debía que la epidemia se hubiera cebado de tal manera en las monjas de Santa Teresa? El periódico lo explicaba así: "Las causas a las que se atribuye la epidemia del "trancazo" en el convento es la austeridad de las reglas de la Orden y la humedad constante que hay en el edificio, por estar adosado al muro del monte Urgull. Efectivamente, dichas religiosas Carmelitas comen todo el año de vigilia, toman la colación a las 6 de la tarde y entran en el coro a las 9 de la noche, donde permanecen hasta las 11, volviéndose a levantar a las 4 de la mañana para dedicarse a sus prácticas religiosas. Noches pasadas, debido al frío intensísimo que hizo, créese que la mayor parte adquirieron una pulmonía que en la actualidad las tiene postradas en cama, aunque según informes que tenemos fidedignos, la enfermedad no reviste los caracteres de gravedad que generalmente trae consigo esta clase de epidemias".


Al tenerse en la ciudad noticias del estado de salud de la comunidad, varias señoras y Hermanas de la Caridad se ofrecieron para asistirlas en lo que fuera preciso, pero las monjas declinaron el favor. El gobernador civil señor Aguirre de Tejada y el alcalde don Manuel Lizarriturry se ofrecieron también a la autoridad eclesiástica para lo que pudieran ser útiles. Previas las disposiciones del Obispo de Vitoria, entraron en la clausura a prestar servicio tres demandaderas y así superaron el trance epidémico.


Este convento, tan vinculado desde su fundación a San Sebastián, fue visitado en dos ocasiones por los Reyes de España. La primera en 1845, por la reina gobernadora, María Cristina de Borbón, princesa de las Dos Sicilias, cuarta esposa de Fernando VII, a la que acompañaron sus hijas Isabel II y la infanta Luisa Fernanda. Y la segunda el 2 de octubre de 1901 por la Reina Regente Doña María Cristina y sus hijos el Rey-niño y la infanta María Teresa.


Fue la Reina Regente la que anunció al P. Fernando Serra, provincial de la Orden del Carmen, su propósito de visitar el convento y el 2 de octubre Alfonso XIII manifestó a fray Estanislao Ruano, de Salamanca, que aquel día dijo la misa en Miramar, que usando de los derechos que le concedía la regla carmelitana y el código canónico, que autorizaría la entrada en el convento durante su visita a las familias de las religiosas. El convento contaba entonces con veinte monjas, una de ellas familiar de un servidor de la Casa Real.


A las 10 de la mañana de aquel día llegaron al convento en tres carruajes la real familia, alta servidumbre, los dos frailes carmelitas citados, el vicario de Santa Teresa y el historiador y conservador del Museo Municipal don Pedro Manuel de Soraluce. En el atrio se encontraban varios familiares de las monjas.


Mientras eran volteadas las campanas, los reyes entraron en la iglesia a los acordes de la marcha real, interpretada al órgano por una monja. Oraron ante el altar mayor y a continuación se dirigieron al convento, esperándoles dentro de la clausura toda la comunidad con velas encendidas. Las monjas besaron las manos de la reina y de su hijo, quienes visitaron los claustros, la capilla interior, la enfermería, el refectorio y la huerta. Cuando los visitantes se hallaban en el coro, la comunidad entonó el himno de gracias. En la huerta admiraron las vistas que desde allí se contemplan sobre la bahía, el caserío y un lienzo de muralla que se conservaba como en los días del XVIII, fijándose en el emplazamiento de la basílica de Santa Ana y Casa Consistorial hasta los tiempos del rey Carlos V.


Cuando la real familia atravesó el claustro pequeño se desarrolló una escena altamente emotiva. Tras las regias personas iba un grupo de familiares de las religiosas que por primera vez podían penetrar en la clausura. Una de aquellas personas al ir a abrazar a su sobrina sufrió un desmayo y cayó al suelo. La Reina y la Infanta "acudieron con la más afectuosa solicitud a levantarla y la atendieron mucho", dice el cronista de aquella jornada. Quien agrega que en el refectorio, "que es muy pobre", había sobre el plato de la superiora una calavera. La Reina, al verla, se dirigió a sus hijos y les dijo: "Ahí tenéis lo que es el mundo". A esta frase siguió un silencio profundo. Todos los presentes se impresionaron.


SS.MM. fueron obsequiados con pasteles, dulces y Jerez y el cronista termina así la reseña: “Fue una nota muy hermosa de la visita regia la expansión de inmenso cariño que hubo entre las religiosas y sus familias, traducido en expresivos abrazos y besos. Hacía medio siglo que no se levantaba la clausura ni se franqueaban aquellas puertas".


("Del San Sebastián que fue". JUAN MARÍA PEÑA IBAÑEZ)